es periodista. Publicado en La Razón 31 enero 2010
Durante los años de colegio pensé que el poder emanaba de la punta del balón. Mao afirmaba que nacía de la punta del fusil. El matrimonio enseña que nace de la punta del control remoto del televisor, como he escrito alguna vez. Ahora la edad y la meditación me han hecho un hombre sabio, y ya puedo afirmar que el verdadero poder es otro. El poder más cálido, dulce, delicioso, suave y acogedor nace de la punta de las pantuflas.
Ensaye la escena. Usted llega fatigado y nervioso de un día de trabajo extenuante; ha tenido que aguantar un jefe tarado y un tráfico aún más tupido que el jefe; se da cuenta de que estamos a veinte y ya se le agotó la plata del mes; su cónyuge lo recibe con gesto agrio porque el niño va mal en el colegio; el noticiero transmite desastres y atropellos; llueve y hay goteras; o no llueve y hay racionamiento de luz.
Entonces usted pide permiso, se retira a su cuarto, se quita los zapatos y enfunda los pies en un par de pantuflas. ¡Ése es el poder! ¿No siente en ese instante un descanso general? ¿No percibe que se apodera de usted un estado beatífico de tranquilidad y paz?
Son las pantuflas. No hay medicina más barata, placentera ni instantánea que zambullirse en esa réplica del tibio útero materno. Es lo que buscan, sin encontrarlo, las religiones orientales: siglos mirándose el ombligo, repitiendo mantras en voz baja, cruzando las piernas como boy-scouts, y no se percataban de que el Nirvana está al alcance del más modesto bolsillo.
Es invento grecorromano. Todo lo bueno viene de allí. No hubo imperios más poderosos ni más sabios. Los griegos inventaron la filosofía y la maratón. Los romanos, el latín, abuelo de muchas y nobles lenguas. Y, como si fuera poco, los griegos inventaron la democracia griega y los romanos el derecho romano, que aún rigen la vida civilizada en multitud de países.
Consta en la historia que el general ateniense Lámaco no gastaba el dinero de los botines en botines sino en pantuflas. Y dice de Plutarco el poeta Diego Gracián: “Diez mentidos juanetes/ sepultas en un pantuflo”.
Ni griegos ni romanos inventaron el balón, el fusil ni el control remoto, es porque sabían que el poder tiene origen distinto. Su secreto no es otro que los pantóphellos (de pantos, todo, y phellos, corcho), unos zapatos suaves de corcho diseñados para relajarse y pensar. Platón y Aristóteles son, sobre todo, producto de los zapatos suaves; no habría surgido la escuela peripatética si hubieran usado tacón puntilla. De allí nacieron los pantofelli romanos, y de los romanos las importaron los galos como pantoufles, los británicos como pantoffles y los ibéricos como pantuflos.
Papas, obispos y cardenales, mucho más inteligentes que nosotros —la prueba es que hablan con Dios y en cambio no tienen esposa que les hable— usan zapatillas casi idénticas a las pantuflas. En 1465 ya existían en Francia y habían sido nombradas.
En 1519 las acoge el castellano. Inicialmente en masculino —el pantuflo de marras— y luego en ambos géneros. Sebastián de Covarrubias registra en 1611 al pantuflo como “calzado de gente anciana, de dos corchos o más”. En 1737, el Diccionario de Autoridades despoja a la prenda gloriosa de su tufillo gerontológico: “Especie de chinela o zapato sin orejas ni talón que sirve para estar con conveniencia en casa”. Es, más o menos, la misma definición que 265 años después contiene el Diccionario de la Real Academia.
Esto es todo lo que puedo decirles sobre la historia de la pantufla, que no es ni la cotiza ni la sandalia ni la chancleta. Se parece a la chinela, pero ésta, más escueta y menos fofa, tiene inferior poder de abrigo sicológico.
He suspendido la búsqueda de la felicidad y del poder. Pero no porque sean utopías imposibles, sino porque los encontré ya. Están ahí, debajo de la cama. Me miran desde la oscuridad, sensuales y acogedoras como conejos domésticos.
Ensaye la escena. Usted llega fatigado y nervioso de un día de trabajo extenuante; ha tenido que aguantar un jefe tarado y un tráfico aún más tupido que el jefe; se da cuenta de que estamos a veinte y ya se le agotó la plata del mes; su cónyuge lo recibe con gesto agrio porque el niño va mal en el colegio; el noticiero transmite desastres y atropellos; llueve y hay goteras; o no llueve y hay racionamiento de luz.
Entonces usted pide permiso, se retira a su cuarto, se quita los zapatos y enfunda los pies en un par de pantuflas. ¡Ése es el poder! ¿No siente en ese instante un descanso general? ¿No percibe que se apodera de usted un estado beatífico de tranquilidad y paz?
Son las pantuflas. No hay medicina más barata, placentera ni instantánea que zambullirse en esa réplica del tibio útero materno. Es lo que buscan, sin encontrarlo, las religiones orientales: siglos mirándose el ombligo, repitiendo mantras en voz baja, cruzando las piernas como boy-scouts, y no se percataban de que el Nirvana está al alcance del más modesto bolsillo.
Es invento grecorromano. Todo lo bueno viene de allí. No hubo imperios más poderosos ni más sabios. Los griegos inventaron la filosofía y la maratón. Los romanos, el latín, abuelo de muchas y nobles lenguas. Y, como si fuera poco, los griegos inventaron la democracia griega y los romanos el derecho romano, que aún rigen la vida civilizada en multitud de países.
Consta en la historia que el general ateniense Lámaco no gastaba el dinero de los botines en botines sino en pantuflas. Y dice de Plutarco el poeta Diego Gracián: “Diez mentidos juanetes/ sepultas en un pantuflo”.
Ni griegos ni romanos inventaron el balón, el fusil ni el control remoto, es porque sabían que el poder tiene origen distinto. Su secreto no es otro que los pantóphellos (de pantos, todo, y phellos, corcho), unos zapatos suaves de corcho diseñados para relajarse y pensar. Platón y Aristóteles son, sobre todo, producto de los zapatos suaves; no habría surgido la escuela peripatética si hubieran usado tacón puntilla. De allí nacieron los pantofelli romanos, y de los romanos las importaron los galos como pantoufles, los británicos como pantoffles y los ibéricos como pantuflos.
Papas, obispos y cardenales, mucho más inteligentes que nosotros —la prueba es que hablan con Dios y en cambio no tienen esposa que les hable— usan zapatillas casi idénticas a las pantuflas. En 1465 ya existían en Francia y habían sido nombradas.
En 1519 las acoge el castellano. Inicialmente en masculino —el pantuflo de marras— y luego en ambos géneros. Sebastián de Covarrubias registra en 1611 al pantuflo como “calzado de gente anciana, de dos corchos o más”. En 1737, el Diccionario de Autoridades despoja a la prenda gloriosa de su tufillo gerontológico: “Especie de chinela o zapato sin orejas ni talón que sirve para estar con conveniencia en casa”. Es, más o menos, la misma definición que 265 años después contiene el Diccionario de la Real Academia.
Esto es todo lo que puedo decirles sobre la historia de la pantufla, que no es ni la cotiza ni la sandalia ni la chancleta. Se parece a la chinela, pero ésta, más escueta y menos fofa, tiene inferior poder de abrigo sicológico.
He suspendido la búsqueda de la felicidad y del poder. Pero no porque sean utopías imposibles, sino porque los encontré ya. Están ahí, debajo de la cama. Me miran desde la oscuridad, sensuales y acogedoras como conejos domésticos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
gracias...